EL COLOR DE LAS UVAS






La finca del patrón se extendía a lo largo del paisaje hasta su perdición. Se trataba de un espléndido viñedo que se dispersaba entre doscientas cincuenta hectáreas, de las cuales, cuarenta se habían destinado a la plantación de olivares. Contaba, además, con dos pantanos que abastecían de agua al verde manto desparramado por el valle; un manto que se perdía ante mis ojos, puesto que no recuerdo haber visto nunca, en el atardecer, que el sol se besara, jamás, con el horizonte de esas tierras. 

Por aquel entonces yo tenía quince años recién cumplidos y mis labores, como las del resto de jornaleros que allí trabajaban, empezaron a encallecer mis manos desde los nueve. Hoy, con ochenta y siete primaveras sobre mi espalda, recuerdo la estampa como si fuese ayer. 

Formábamos un amplio grupo de familias dedicadas en cuerpo y alma al cultivo de aceitunas, pero, sobre todo, al cuidado, y casi veneración, del morado de las uvas. Cada mañana, mis ojos amanecían deslumbrados por ese color burdeos, más aún, cuando se acercaba la época de la recolección; un pigmento que casi anunciaba la llegada del vino tinto y que se nos exhibía envuelto en su fruto y arropado, cual sombrillas en verano, por las enormes hojas de la vid. 

La mezcla de tonalidades, según se acercaba el ocaso, representaba la intensa belleza de un gigantesco lienzo; como si un acuarelista anónimo se hubiese inspirado en la esencia natural de aquella infinita postal.

Ilustración: Tulio Peraza

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